Hay lugares a los que uno llega por casualidad, y otros a los que solo se llega cuando se los está buscando. Al taller Don Pancho, sin duda, no hubiéramos llegado por azar, y a Apía tampoco, pero tuvimos suerte de que internet nos guiara allí.
Llegamos buscando la famosa gallina enterrada, una práctica tradicional que consistía en envolver la gallina en hojas de plátano, luego en arcilla y enterrarla en huecos profundos con carbón o leña al fondo y dejarla por más de cinco horas en cocción bajo tierra. Una vez pasado este tiempo, se desentierra el recipiente de barro y se quiebra para obtener el ave cocida en sus propios jugos
Si no fuera por esta receta, no hubiéramos llegado al pueblo, y mucho menos al Taller Don Pancho, propiedad de Edgar Correa. Recorrimos 65 kilómetros desde Pereira, saliendo por la vía al Chocó, y justo frente al cerro Tatamá, encontramos a Apía, conocida como ‘El corazón del viento’. Los molinos se movían como si se fueran a soltar de su eje y las servilletas y vasos se elevaban de las mesas en los restaurantes y cafés del parque principal. En la plaza escalonada de este pueblo alojado en la montaña, hay calles de colores donde el viento despeina a los visitantes y casas de dos pisos desde las cuales observar la cordillera.
A dos cuadras de la plaza, en una calle con escombros, el verde y los letreros con pintura, llaman la atención, y tras una puerta de madera se anuncia: Restaurante Don Pancho, pero sigue pareciendo poco probable que el restaurante de las fotos de internet sea allí.
Atravesamos la puerta en medio de un jardín con plantas aromáticas y comestibles. Cruzamos el puente de madera sobre un pequeño riachuelo, y llegamos a un primer salón: “el bar de don Pancho”. Luego llegamos a un espacio con un comedor hecho con un tronco de más de diez puestos, frente a una estructura de madera con decoración de televisores antiguos que hacían de peceras, pinturas sobre piedras, espejos entre troncos, y otros ornamentos de colores realizados por Edgar Correa, propietario del lugar y creativo.
Nos guió hasta su horno de 10 puestos, se puso unos guantes de carnaza y comenzó a explicarnos cómo había estandarizado esta receta tradicional para garantizar la calidad de la gallina enterrada, el cerdo y el resto de los asados que ofrecía a la carta antes de pandemia. Ahora trabaja por encargo con los mismos platos, sobre todo con la famosa gallina.
Y aunque ese sabor no se olvida, y podríamos habernos comido 5 yucas y papas más de las que venían con el sudado, sin duda, lo extraordinario del lugar, es la magia que lo rodea. Esa manzana que se vuelve un oasis en medio del gris de las calles el cual contiene huertas, espacios decorados con reciclaje y una historia detrás de cada objeto. Edgar, mejor conocido como Pancho, el apodo de su padre y ahora suyo, habla con propiedad y orgullo de su huerta, sus animales, los biodigestores, los calentadores de agua, el jacuzzi ecológico y cómo puede enseñar sobre la sostenibilidad a quienes vienen a su finca.
“Es creatividad, y la necesidad de sacar adelante a dos hijas que tenían que estudiar”, dice cuando uno le pregunta de dónde viene todo eso. Es autodidacta, por lo que no puede impartir su conocimiento en ciertas instituciones, sin embargo, a través de diferentes planes municipales, ha compartido su conocimiento con niños del municipio e incluso con reinsertados, logrando que algunos cambien la guerra por la granja. Es, según él, lo más gratificante.
Hoy trabaja en su granja, alejada de las calles del pueblo, donde cría sus cerdos, gallinas y cultiva todo lo que ofrece en el restaurante. Se dedica, también, al acondicionamiento de su finca para alojar personas, y enseñar a estas acerca de su oficio, porque muchas veces lo único que necesitamos para vivir bien, es el campo y nuestras propias manos, y eso él lo tiene claro.