Invitaron a los del norte, los uitoto; y a los del sur, los bora, a la inauguración. Y en medio de danzas coordinadas lograron aplanar el piso de tierra de la maloca. Ahora, el lugar estaba dispuesto para los que llegaban. El centro para las cenas y bailes y el perímetro para guindar las hamacas de quienes vienen de visita.
Indígenas Muinane, kilómetro 17, Leticia, Amazonas.

A todos nos tocó el comercial de una voz infantil repitiendo “no cultives la mata que mata”. La mata completa, no era que no la transformáramos, o que no compráramos cocaína, era un imperativo explícito que estigmatizaba una planta que ha estado presente en las civilizaciones andinas por más de 8.000 años.
La especie Erythroxilum coca, con más de 230 variedades, ha hecho parte de culturas indígenas en Suramérica, casi desde el inicio de las mismas, y desde el siglo XIII a.C, es una planta sagrada para muchas de esas comunidades. Sin embargo, como otros estimulantes, ha pasado del amor al odio, de lo sagrado a lo pagano y de milagro médico al peor y más perseguido de todos los venenos.
Entonces, en la ciudad, estigmatizar las cosas nos resulta fácil desde la comodidad del apartamento al norte de la ciudad, y al escuchar el término mambear, nos imaginamos indígenas en taparrabos, y un viaje astral similar al de la ayahuasca. Solo pasan por la cabeza los efectos de las sustancias psicoactivas, sin mencionar que muchos ni siquiera habíamos escuchado el término jamás.
Pero resulta que ni usan taparrabos, ni mambear es ningún viaje astral a ningún lado. Para empezar, habría que comprender el mambe y lo que implica: las hojas de coca recogidas a mano, una por una, tostadas, molidas y -dependiendo de la comunidad- mezcladas con hoja de yarumo, o alguna otra sustancia alcalina que ayude a potenciar los alcaloides presentes en la coca.
Según los indígenas Muinane, en el kilómetro 17 de Leticia, en el Amazonas, el mambe es el alimento sagrado que el abuelo creador entregó a los primeros hombres. Es la fuente de energía para realizar las tareas diarias y conseguir el resto de los alimentos, los cognitivos y nutricionales.
Es, además, la sustancia utilizada en el mambeadero, ese espacio reservado para los hombres al final de la noche, donde un círculo sagrado, con orden jerárquico permitía pensarse, reflexionar sobre lo que los hace diferentes: “Quién soy y qué me sucede”.

Otros definen el mambear como “sentar la palabra”, y al mambe como una oportunidad de paz y posibilidad de cambio para las familias mestizas que llevan años cultivando coca. Es poder vincular saber y sabor. Para otros, ese polvo verde es un súper alimento con más calcio que la leche y más potasio que el banano, es un ingrediente de recetas innovadoras, de barritas energéticas. Puede ser, simplemente, el insumo de un té para evitar el mal de altura.
Pero esa es solo la cara bonita de la historia. Una en la que no nos daría pena pensar en que Colombia es el mayor productor de hoja de coca del mundo. Porque el problema es ese, no producimos “hoja de coca”, sino cocaína.
Ese alcaloide blanco, extraído de la planta verde, con proceso que implican además queroseno y ácido sulfúrico, hace que sea la especie vegetal que más dinero produce en todo América Latina. Pero que además sea financiadora de violencia.
Entonces, el descubrimiento de médicos alemanes en 1860, que además hacía parte de los ingredientes principales de la Coca- Cola, 100 años después no solo sería prohibido por la Comisión Única de Estupefacientes, sino que comenzaría una guerra sangrienta contra una planta que hasta ahora va perdiendo Colombia.

Erradicación forzada, fumigación con aspersión aérea de sustancias cancerígenas, prohibiciones, persecuciones, y al final, nada: toneladas de cocaína y cientas de miles de hectáreas cultivadas con “la mata que mata”.
Paramilitares, militares, narcos, chistes de mal gusto, polvo blanco. El miedo, los estereotipos, las dudas, los campesinos sin más opciones y los cultivos legales que se dañaron por el glifosato. Todo en vano; los consumidores de cocaína en el mundo siguen aumentando.
En medio de todo eso, como para no querer cambiarse la nacionalidad, aparece el proceso de paz y la posibilidad de que los campesinos decidieran su futuro con la sustitución voluntaria, y la utópica posibilidad de legalizar esos cultivos más allá de los permisos que tienen los indígenas desde el 91.
La coca no es cocaína. Ese alcaloide adictivo y costoso, representa alrededor del 0.7% de la composición del Erythroxilum coca. Y en la mejor de todas las variedades, la novogranatense, la colombiana, solo representa el 1% de los componentes.
Entonces, bajo una noche llena de estrellas, en medio de la selva, los Muinane aceptaron que algunas mujeres presenciáramos su círculo sagrado, escucháramos sus cantos, los de guerra y recolección, y los imitáramos torpemente. Y en el suelo de tierra de la maloca, con espirales de incienso que ahuyentaban a los mosquitos nos contaron de su cultura, de la hoja de vida, porque eso es la coca para ellos.

Al fondo se escuchaba un golpe constante en un recipiente plástico de un tamiz improvisado con un pedazo de tela, para que el mambe fuera muy fino. Y con totumas y cucharas plásticas nos ofrecieron el alimento sagrado a quienes hacíamos parte de la reunión. La instrucción era ponerlo debajo de la lengua y procurar hablar poco mientras se disolvía con la saliva.
Nos hablaron de la tradición, del poder medicinal de las plantas y los cantos; de la violencia, el desplazamiento forzado, y de cómo realizan esfuerzos constantes para que las 200 personas que quedan en los 5 clanes Muinane sigan existiendo y sus costumbres no desaparezcan. Por eso, abren la puerta a los que venimos de afuera y flexibilizan sus costumbres. También les interesa que no haya estigmas contra la hoja de vida. Porque comercializarla legalmente es una opción que están dispuestos a negociar.
Al otro lado del país, en un departamento acariciado por el Pacífico, la hoja es menos sagrada, pero no por eso menos representativa. Se trata de Lerma, un corregimiento del Cauca con 3.500 habitantes. Y aunque la coca no hace parte de su tradición, y la mayoría de sus habitantes son mestizos, hoy son un caso de éxito en la investigación y comercialización legal de la hoja de coca. Son además, desde 2013, un territorio de paz.
El SENA de esta región obtuvo en 2016 el primer permiso en el país para la investigación con esta especie de electrocilácea. Y el esfuerzo conjunto de instructores y la comunidad ha permitido la comercialización e investigación de la planta con diversos fines. El estudio bromatológico arrojó que tiene 20% de proteína cruda, además de tiamina, y carotenos, si se habla del consumo humano. Y cuenta con nitrógeno y propiedades repelentes, si hablamos de usos en agricultura.
Pero son historias que no nos pertenecen, que si mucho nos tocan, si es que un día las escuchamos. Porque del campo no sabemos nada, y de la coca menos, a no ser que se trate de estadísticas, como el record de más de 950 toneladas de cocaína producidas en 2019.
Pero entonces aparece gente que pareciera que no sabe que uno no puede cambiar el mundo, y como no saben, intentan hacerlo. Aparecen los proyectos y desde la Open Society Foundation y el SENA empiezan a investigar, a buscar una salida que no sea la persecución: un rayito de esperanza en un mar de polvos blancos.
Dora Lucila Troyano y David Restrepo le siguieron apuntando a cambiar paradigmas, a convencer a la gente, a luchar contra el sistema sin salirse de lo legal. En 2018 escribieron y publicaron “La industrialización de la hoja de coca un camino de innovación, desarrollo y paz en Colombia”, con apoyo de la Open Society, contado el caso de Lerma.
Y contaron cómo, sacada de contexto sagrado o ilegal, la coca se puede volver un polvo cotidiano. Porque como dice Troyano, la coca es multidireccional, cada quién le otorga el significado que quiere. En nuestras manos está sacarla del mercado ilegal, para reivindicar la labor de esas familias que la cultivan. Es mucho más fácil darle un uso no narcótico a la planta, que sustituirla, eso toma tiempo e implica dinero. Sería más fácil darle una salida legal a eso que cultivan ahora.
Como un eco a esa tradición que quiere ser reivindicada, Leonor Espinosa, la reconocida chef, decidió contarle al mundo en Bogotá Madrid Fusión sobre eso que hacen los indígenas en el Amazonas con el polvo verde, y lo puso en uno de sus platos, en el primer restaurante colombiano que hace parte de la lista “The World Fifty Best”.

Otro chef, el de Salvo Patria, decidió hacer una pasta para una especie de ramen muy colombiano. Y Mónica Ríos, en el Gato Dumas, decidió escuchar esas historias, y sus estudiantes se comieron el cuento. Ya no eran indígenas en la maloca, ni un polvo blanco ilegal, sino unos estudiantes, un 11 de diciembre, contándonos a los que aceptamos la invitación, que es coca, no cocaína, y que ese polvo verde, con sabor amargo y tan herbal, sirve para hacer mantequillas, helados, chocolatinas y Kombucha, los resultados de su investigación gastronómica. Que además suprime la sensación de hambre, de sed, “mejora la homeóstasis de la glucosa”, y ayuda a concentrarnos.
Y entonces en ese mar de violencia y polvos ilegales, había gente queriendo cambiar el mundo, convencidos de que la comida es un acto político, de que contar el cuento sirve para algo. Y una de esas niñas de apartamento que creció escuchando “no cultives la mata que mata”, terminó en un mambeadero, comiendo espaguetis de coca, y queriendo contar el cuento, para ver si alguien más se lo comía.