José Ángel Rodríguez siempre utiliza pantalón de paño, buzo de lana, camisa, sombrero cachaco y tenis tipo converse. Apoya el lado derecho sobre una muleta y camina lentamente por el suelo de ladrillos del restaurante. Hace paradas en las mesas, saluda a los clientes y les pregunta si ya los atendieron.

Entre tanto, los días ajetreados, los meseros corren de una mesa a otra llevando sopas, picadas, envueltos de maíz con queso y las famosas papas del horno de sal. Los curiosos entran, toman fotos y preguntan a los empleados, que ya se saben el cuento de memoria, cómo funciona eso de la cuajada y las papas cocinadas ahí. “No, no, la cuajada solo la bañan, no la cocinan”.
La mayoría de clientes van hasta el fondo, y a pesar de que se ve el embalse de Tominé en las mesas de la entrada, sin lugar a dudas, lo que más llama la atención es la imagen de las estalactitas de sal colgando de los canastos y el mineral rodeando los calderos de hierro fundido. El vapor difumina el fondo y el blanco de la sal solo es interrumpido por la estructura de madera que sostiene los canastos donde se escurre la misma.
La artesanía de la sal, como la llama su propietario, es una actividad proveniente desde los muiscas que habitaban la zona. Las rocas de sal eran extraídas desde las minas, sumergidas en agua hasta lograr una salmuera que luego se ponía en los hornos hasta que el agua se evaporaba y se obtenía sal gruesa. Las tuberías repartían la salmuera en los 50 hornos, o las carretas de caballos llevaban las rocas para que los artesanos las pudieran procesar.
Sesquilé, el núcleo religioso y político del territorio muisca, se caracterizó por la riqueza de sus tierras, las aguas termales y las minas de sal y de carbón aledañas a la zona. Durante el siglo XIX y el principio del XX, estas actividades eran el sustento del municipio, que además era la tercera más importante de Cundinamarca.
Así, con solo nueve años, José aprendió la artesanía de la mano de sus tíos, quienes también trabajaban en las minas y los hornos que permanecían encendidos 24 horas para abastecer de sal a los municipios aledaños.
En aquella época, antes de la inundación y cuando los mercados campesinos se realizaban los lunes en la plaza del pueblo, las celebraciones especiales incluían alimentos preparados en la salmuera de los hornos, como las papas, la cuajada y las costillas de chivo.
La tradición duró hasta 1954, cuando inundaron el pueblo original para crear lo que hoy es el embalse de Tominé. Solo quedaron 16 hornos, que con la creación de Álcalis, empresa refinadora de sal, en 1970, terminaron de desaparecer. A partir de ese momento, solo quedó otro horno de sal que estaba por fuera del área del embalse: el de Luis y Luis Francisco Orjuela, quienes lo arrendaron a José Ángel hasta que en 1993 se trasladó a la finca donde creció, y donde actualmente se encuentra su restaurante. Los lugareños iban a comprar sal y cerveza los fines de semana, y hacían sus propios asados alrededor de los calderos hirviendo.
Su hija Rubiela también complementó su formación con cursos del SENA, para que las “auténticas papas saladas” estuvieran acompañadas de carnes, sopas, envueltos de maíz y pescado a la sal, otra de las especialidades de la casa, que consiste en crear una corteza con el mineral para la mojarra y hornearla durante 20 minutos.
Hoy, la finca enorme que miraba a la laguna ha sido parcelada varias veces, han vendido partes del terreno original. Pero la casa principal y la de sus padres, siguen ahí, al igual que los tanques de desaturación, donde se crea la salmuera que va a los calderos del restaurante.
José sigue trabajando los fines de semana, vendiendo sal para animales, saludando a sus clientes, y asegurándose de que las papas queden en el punto correcto. Hoy, a pesar de llevar 49 años con diabetes y haber perdido una de sus piernas a causa de la misma, esa artesanía en la que ha trabajado durante 68 años, sigue siendo lo que le da vida y una razón para sentirse importante, cuando nacionales y extranjeros van a preguntarle por la sal, su arte.