Recuento de un paseo de olla sin olla

“Corta fue tu existencia: ayer tan solo

en frescas verdes hojas te envolvieron,

el espacio de un sol duró tu vida,

nacido ayer y hoy mueres ya de viejo.”

(Fragmento de la “Oda al tamal” de Juan José Botero

Para fin de año, parte de mi familia decidimos irnos para Acandí, Chocó, ubicada en el Golfo de Urabá, para aprovechar lo emotivo de estas fechas, conectarnos con la naturaleza y renovar energías. Allí nos acomodamos en una cabaña frente al mar en donde teníamos lo suficiente para cocinar, bañarnos y compartir tiempo juntos. 

Como mis tíos son metódicos, en los paseos tenemos la costumbre de organizarnos en comités para preparar la comida, de manera que la abuela no tenga que hacer nada, aunque ella termina ayudando a todos porque no se puede quedar quieta. En Acandí, por supuesto, el primer día planificamos el itinerario, el menú y los respectivos grupos que se encargaría de cocinar. Todo esto fue elaborado y anunciado en una reunión que quedó registrada por escrito. 

Yo sé que eso suena muy formal, pero lo de reunión es porque nos juntamos en el mismo lugar,hacemos charlas, nos quejamos y hasta esconden el cuaderno para crear confusiones. La verdad es que siempre molestamos y nos estamos riendo. 

Así fue como para el miércoles quedó establecido que iríamos a las cascadas y que el almuerzo iba a ser fiambre con arroz, papa cocida, tajadas maduras y huevo duro envueltos en hojas de bijao o de plátano, dependiendo de lo que pudiéramos conseguir con el vecino. Además, que las personas que nos íbamos a encargar, Zule, Manu, Dani, Sofi y yo, debíamos hacerlos desde el martes en la noche para dejarlos listos y poder madrugar bastante a disfrutar el día completo en las cascadas. 

Con el vecino logramos conseguir las hojas de bijao, que muy amablemente nos autorizó a cortar todas las que necesitáramos para nuestra preparación. Estas plantas también son conocidas en otras regiones como platanillo, bijao y murrapo. Respecto al nombre científico hay una confusión si son Heliconia bihai o Calathea, ya que en algunas regiones utilizan el nombre vulgar para nombrar ambas especies. Sin embargo, su uso es el mismo: envolver y preservar alimentos. 

El martes, cuando se llegó la hora de preparar los fiambres, en el comité nos reunimos a distribuir las labores para tratar de hacer todo rápido y aprovechar el cielo estrellado de la noche. Zule puso las papas a pitar, Manu quedó a cargo de los huevos, Dani partió el plátano, Sofi ayudó a freír las tajadas y yo armé los fiambres, pues era la que tenía experiencia con los tamales.

Al final, cuando todo estuvo listo, todas envolvimos en la hojas de bijao y amarramos con cabuya; guardamos en ollas grandes y tarea terminada. Sacamos una sábana, nos acostamos boca arriba y observamos el cielo estrellado. 

Envolver los alimentos es una costumbre que viene desde los inicios de la humanidad “las distintas civilizaciones, cuando han tenido la necesidad de empacar, envolver, preservar y transportar diversos elementos, han acudido a envolturas o embalajes de origen vegetal”, así lo explica Santiago Díaz en el libro Las hojas de las plantas como envoltura de alimentos. 

De mi familia he aprendido que todo envuelto en hojas sabe más rico y que el fiambre no puede faltar cuando el viaje es largo y la carretera muy sola. Además, que el tamal se hace siempre el 23 diciembre para cocinarlo el 24 y disfrutarlo en un almuerzo familiar. 

Con los buenos antecedentes que teníamos de los fiambres que habíamos comido cuando íbamos para la finca del abuelo en el suroeste antioqueño, que habían sido exitosos, emprendimos camino. Cada uno se encargó de llevar su propio fiambre y bebida, de empacar el vestido de baño y ayudar a cargar el mecato para mantenernos mientras llegaba la hora del almuerzo. 

La idea era salir temprano, pero como eramos 18 personas y un solo baño, nos demoramos más de la hora estimada, 8:00 a.m.

-Salimos en cincooooo, cuatroooo, grita el tío Nelson.

Pausa unos segundos, mientras el resto nos quejamos, nos reímos y seguimos en la revolución.

-Repito: salimos en cincooooo, cuatroooo, tresss, grita otra vez el tío Nelson. 

Nos volvemos a quejar, nos reímos y una pocas voces responden: 

-Ya estoy listo.

-Ya estoy lista.

-Nos fuii…

Ya con media hora de retraso, los dos “coches” (halados por caballos) con los pasajeros y los fiambres empacados, por fin salimos para las cascadas. Pasada una hora, llegamos al río, caminamos durante 15 minutos hasta llegar al charco y tomamos un baño antes de almorzar. 

Después de nadar un rato y disfrutar de la tranquilidad de la naturaleza, nos reunimos para comer todos juntos. Cada uno sacó su fiambre, lo fue abriendo con cuidado y un olor a podrido se fue regando por todo el lugar, cada vez era más fuerte. 

Todos nos mirábamos, olíamos el alimento que teníamos en nuestras manos y uno a uno fuimos comentamos que la comida se había dañado. 

Las caras de todos se fueron desmoronando y el sentimiento de desconsuelo se apoderaba del ambiente. Estábamos a más de una hora de la casa, eran las 2 de la tarde y lo único que nos rodeaba, además de otros bañistas, eran árboles y agua. Nada de tiendas, ningún vendedor ambulante. 

Los más afectados fueron a los primeros que les cayó el bullying de los más tranquilos, o tal vez a los que menos hambre tenían. Después las miradas se concentraron en las integrantes de comité de fiambre y, al vernos todos en la misma desafortunada situación, solo nos reímos. Ya no había nada qué hacer, solo aguantar, porque por más que tratábamos de entender qué había pasado, eso no solucionaba nada. 

-Eso fueron los huevos, comentaba Sofía. 

-Fue por el puré de papas, afirmaba Jaime

– Eso estaba malo desde que salimos, concluyó Sergio

La razón la encontré luego de leer a Santiago Díaz, que explica que, “muchos alimentos, para poder ser preservados, deben estar protegidos de la acción del aire, de la luz, de la humedad y de organismos como las bacterias, los hongos y los insectos”. Hicimos todo mal, primero, muchas personas tocamos los alimentos; segundo, no guardamos los alimentos en la nevera; y a lo mejor, no envolvimos como debía ser. 

De esta experiencia nos quedaron muchos recuerdos y sonrisas acumuladas, pero también la lección de tener más cuidado cuando cocinemos los fiambres. La tradición de hacer los fiambres tal vez no está en tan buenas manos, pero se puede aprender y conservar esa costumbre heredada de la finca La novia del abuelo. 

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