Viene caminando junto a la fuente central en la Universidad de Antioquia, desde el Teatro Camilo Torres hacia lo que los estudiantes denominan Barrientos. Tiene el cabello rizado y abundante, la piel oscura, y una estatura superior a la de las demás mujeres que caminan por la universidad, un vestido naranja, verde y negro, y un bolso donde carga, además de documentos, recipientes vacíos que contenían lo que se acaba de comer.
“Hoy cociné algo rico porque sabía que iba a almorzar con mi jefa y una compañera, y uno sabe que le pueden pedir, sino, seamos sinceros, un universitario solo con arroz y huevo se organiza”. Comenta pensando en la complejidad de las recetas mejor planeadas, las que suele hacer para su novio e hija.
Se llama Evelin Buenaño y nació en Magüí, en el Pacífico Nariñense, de donde es su madre, pero creció en Yolombó, rodeada de montañas, fríjoles, arepas, y plátanos esporádicos que aparecían en forma de tajadas o patacones. Y aunque tenía claras sus raíces, le harían falta unas vacaciones junto a su abuela y bisabuela en su pueblo natal para darse cuenta de que las diferencias, más allá del acento y el clima, se veían en la comida.

“La preocupación de mi abuelita era ´qué te damos de comer que no te haga daño´. Entonces yo decía: ´yo como de todo´. Pero no es lo mismo comer fríjoles todo el día, a plátano todo el día, que es lo que abunda allá. Y de hecho sí me enfermé. Lo que comes, cómo lo haces y con qué lo haces te ubica en una población, en un entorno y en una costumbre. Entonces aunque yo coma tajada y patacón acá en Medellín, es muy diferente a comer plátano cocinado con queso”, comenta Evelin recordando las visitas donde la abuela Dedicación Batalla, una matrona que tenía claro que el núcleo que une a la familia son los alimentos, y que es deber de las mujeres conservar esas tradiciones y mantener a la familia unida alrededor de la mesa.
“Mi mamá decía: `si su familia quiere resistir a la adversidad y a los problemas, la comida es fundamental, porque permite llegar a la casa, encontrar un plato hecho con amor, con un proceso, con un interés, permite descargar los problemas y mezclarse con la facilidad del hogar´”, continúa Buenaño.
Así, desde la bisabuela Lilia Quiñones, se ha transmitido por cuatro generaciones la creencia de que la comida y la mujer deben unir a la familia. “Es incluso una posición política”, dice Evelin pensando en su bisabuela, y aclarando que no se trata de que sea solo la mujer la dedicada al hogar, sino de que sean esos momentos entorno al fuego y el huerto, los que cohesionen la familia, especialmente en tiempos de ciudad y ajetreo. “Más que cocinar por obligación, nosotras lo hacemos por amor”, sigue.
“Si cocinarle a tu esposo es lindo, cocinarle a tu familia es más lindo. Si tú amas a una persona, no es lo mismo que cocinar para cualquiera, aunque siempre haya comida para el que venga”, dice con una sonrisa.
Además de estas concepciones, los siete tipos de albahaca, el achiote, el ajo, el chilarán y la chinguanga, marcaron su paladar rodeado de montañas, pero con el peso de la tradición encima. “Mi casa en Yolombó se identifica por dos cosas: un corredor enorme muy característico de nosotros y las matas de plátano acompañadas de matas de yoyo que a veces los de la alcaldía van desyerbando sin preguntar”.
Buenaño, su padre, madre y hermanos crecieron en medio de los fríjoles, las arepas y el aguacate, pero con un huerto en la parte de atrás de la casa que los acercaba a la tierra. Tenían los siete ingredientes básicos de esa cocina étnica tan importante para la tradición, y tan valiosa para sus paladares.
Sin embargo, no fue sino hasta que llegó a la universidad, alejada del fogón de su madre, cuando verdaderamente le tocó aprender a cocinar. Comidas hechas a los “machetazos”, la duda de ser una mala mujer, y el reproche de la bisabuela: “deje de ser tan marimacha”. Evelin, por primera vez se veía enfrentada a tener que hacer más que solo un arroz o unos fríjoles, a tener que cocinar para sí misma, luego para su novio y su hija, y solo esa sabiduría tradicional le permitiría sentir que cumplía su deber.
“Cuando tú te sientas a pintar, primero eliges el color, lo mezclas, decides qué pintar, qué no, la luz, y al final es tu obra. Y es igual con la cocina, tú miras cómo puedes desde tu capacidad creadora mezclar eso. Todo va en el amor, la pasión y la dedicación que usted le ponga a la preparación” le decían Evarista Guerrero, su madre y Lilia, su bisabuela.
Entonces, en medio de esa curiosidad artística y el interés de conectarse con su pueblo, Evelin empezó a entrelazar los sabores con el arte, y el arte con el amor.
Primero, hizo su proyecto denominado Bala. Se sentó en el salón de integrado de la Universidad, vestida de blanco, sosteniendo una piedra traída por su abuela desde Magüí, y empezó a machacar el plátano que ya había sido cocinado. “Y entendí por qué se llamaba bala, el sonido que hace es igual al de un detonante de un disparo”, cuenta Buenaño, pensando en la reproducción de esa receta ancestral.
Después vendrían las primeras recetas para su novio, la prueba con la suegra, y las videollamadas en las que las abuelas reiterarían a distancia la importancia de la paciencia. “Piensa en la semilla del arroz, que tú la siembras, la cultivas, la recoges, lo pilas, solo después de eso será apto la preparación. Lo lavas, lo mojas, lo pruebas, lo cuidas, hasta que sale listo, es como un bebé”, le decían a Evelin sus abuelas. Y así hizo su primer yoyo -receta tradicional con las hojas de la papa y los aliños típicos de la región-: con paciencia.
Pero esa sabiduría transmitida de generación en generación va mucho más allá de un simple degustar la comida, fue entender “esa mezcla entre la gastronomía, el ritual al hacerlo y el lenguaje como elemento unificador”, y también los alimentos como medicina.

La albahaca para el cólico, el ajo para las náuseas o el charuco -licor artesanal típico- con las hierbas aromáticas de la región para los parásitos y los dolores, o la ampicilina para sanar heridas. “Es entender cómo eso que llaman brujería es en realidad una mezcla entre un saber ancestral y una medicina”, dice Buenaño mientras sigue recapitulando las recomendaciones que hacían las abuelas desde el campo, para asegurar la supervivencia de su nieta y bisnieta en una ciudad ajena y hostil.
Entonces llegaban con costales y maletines enormes en los que empacaban su tierra, traían matas, piedras, remedios, todo para que la vida en la ciudad permitiera que la nieta tuviera la cura para el mal de ojo, para los parásitos, y para que esa conexión con la tierra, aunque a tres días de viaje, no se perdiera.
Así, la ciudad, en lugar de alejar a Evelin de su tierra, la puso en sintonía con una tradición y con ese pensamiento de mamá. “Yo antes no tenía esa necesidad de alimentar porque a mí me alimenta-ban, mi mamá alimentaba a su amor, que era yo, pero ahora sí tengo la necesidad de alimentar a mis amores. Entonces es otra forma de demostrar el cariño”. Y resume ese acto cotidiano pero complejo como la permanencia en el tiempo y espacio por la que tanto se esfuerza esta comunidad.